domingo, 5 de octubre de 2014

Nadie lo diría: De libros y Sevilla


Domingo, 28 de septiembre
TECNOLOGÍAS Y TONTERÍAS

¡Qué fácil darse cuenta cuando los demás hacen el ridículo, qué difícil cuando se trata de uno mismo! Leo una entrevista con mi antiguo amigo Juan Manuel de Prada (se enfadó porque tardé más de un día en responderle si publicaba o no una larga conferencia sobre Aleixandre), en la que razona su rechazo a las nuevas tecnologías: “A mí me gusta disfrutar de la amistad a través de la vida. La tecnología, en general, te aparta de la vida. Acabas como un gilipollas hablando con un amigo a través de Skype… cuando podrías hacerlo en el bar de la esquina”.
            No sé yo si eso ha ocurrido en alguna ocasión; sospecho que no, pero si ha ocurrido la culpa no sería de las tecnologías, sino del par de hipotéticos gilipollas. La última vez que vi utilizar Skype fue en la cafetería de un centro comercial a una mujer que lloraba y daba besos a unos niños que estaban al otro lado de la pantalla, en su país, creo que Bulgaria. Juan Manuel de Prada le habría dicho: “Pues yo a mis hijos prefiero besarlos directamente, no en la pantalla”. Y la emigrante le habría dado al ilustre escritor con el portátil en la cabeza. Se lo merecía, sin duda.


Lunes, 29 de septiembre
ENVIDIA INSANA

El próximo mes se cumplen veinte años de la muerte de Víctor Botas. Con ese motivo se inaugurará una exposición sobre su vida y su obra en la biblioteca del Fontán. Vuelven de nuevo a pasar por mis manos las viejas fotos de la tertulia Óliver, los irreverentes cuadernillos de entonces, los manuscritos de los poemas de Botas, sus cartas, sus papeles íntimos, los libros dedicados. Y siento, junto a la esperada melancolía, algo que no me esperaba: envidia.
            “Ya es inmortal como los dioses”, dijo Borges de un pintor amigo fallecido. Botas sigue aquí, entre nosotros, pero ya nada puede afectarle.
            Estar muerto es la manera más normal de estar en el mundo. Así están Homero y Virgilio, Cervantes y Garcilaso, Galdós y Cernuda. A mí me no me importaría nada llevar ya treinta, cuarenta o cien años muerto, aunque no me hicieran ninguna exposición ni nadie se acordara de mí.
            El tiempo, el mejor cirujano, calma cualquier dolor, cura cualquier enfermedad, pone todas las cosas en su sitio. Ya la ausencia del amigo no nos duele, ha dejado de ser ausencia para ser otra forma de estar presente.
            Seguimos riéndonos con sus cosas en la tertulia. Seguimos emocionándonos cada vez que leemos sus poemas, y sorprendiéndonos de que su autor sea el mismo disparatado, maniático, a ratos insoportable personaje con el que acabamos de discutir sobre esto o aquello.
            Quién como tú, amigo Víctor, ahora ya por encima de todo, tomando el sol, fumando un apacible cigarrillo junto a Ángel González y encogiéndote de hombros ante la omnipresente cuestión catalana.
            ¿Encogiéndote de hombros? No creo. Parece que estoy oyendo tu comentario indignado:
            –¡Yo hace tiempo que habría mandado los tanques a Barcelona!
            –Eso, y después formamos un gobierno colaboracionista como el de Vichy con la señora Sánchez Camacho como presidente.


Martes, 30 de septiembre
NARCISO CASCARRABIAS

Cómo desprecian la religión los creyentes. Para ellos, las religiones no son más que una sarta de patrañas. Apenas si hacen una excepción cada uno con la suya. Yo soy más respetuoso. No es que yo crea que la religiones son verdaderas, pero sí que están llena de verdades.
            Cuánta sabiduría en lo de que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Todos los días me lo repito. Los defectos de los demás saltan a la vista, los propios tienen una curiosa tendencia a volverse invisibles.
            Mi capacidad para la autocrítica, nunca excesiva, me temo que está decreciendo con los años. Llegará un momento en que yo me seguiré viendo como un perpetuo adolescente que juega a la provocación y a la seducción mientras que los demás me verán solo como un viejo cascarrabias.
            Me aterra pensar que ese momento pueda haber llegado ya y yo no me haya dado cuenta. Quizá por eso huyo cada vez más de los espejos y no soporto que me hagan fotos.


Miércoles, 1 de octubre
TAMBIÉN EN CHINA CUECEN HABAS

“Lo primero que hay que hacer es respetar la ley”, “No puede haber democracia sin respeto a la ley”, “Las manifestaciones en la calle no van a alterar el pulso de este gobierno en lo que se refiere al respeto a la ley”.
            ¿Declaraciones de Mariano Rajoy o de María Dolores de Cospedal?  No, sino de Hua Chunying, portavoz del gobierno Chino respondiendo a los estudiantes de Hong Kong que se manifiestan en las calles exigiendo poder votar en libertad.


Jueves, 2 de octubre
MIS MAESTROS MEJORES

Por la mañana, antes de coger el avión para Sevilla paso por la librería en busca de mi admirado Feijoo. Qué placer tomarse un café en su compañía.
            Yo, que tantas veces he despotricado contra la basura curricular que suelen publicar las Universidades, esta vez tengo que quitarme el sombrero. Lidiendo con sombras es la antología que a Feijoo le hubiera gustado que se hiciera de su obra y la que yo habría  hecho si tuviera la erudición de Elena de Lorenzo, Rodrigo Olay y Noelia García.
            Cada uno tiene sus modelos, su galería de personajes ejemplares a los que le gustaría parecerse. Yo tengo a dos por encima de todos y los dos vivieron en el admirable siglo XVIII. Uno es Benito Feijoo; el otro, Giacomo Casanova.


Viernes, 3 de octubre
UN HOMBRE AFORTUNADO

Soy un hombre afortunado, inmerecidamente afortunado. Ya sé que no debería decirlo, pero no puedo evitar pensarlo mientras escucho a Abelardo Linares hablar de su fabulosa biblioteca. Le conocí allá por 1978, la primera vez que vine a Sevilla. Fernando Ortiz, con quién mantenía correspondencia, me dijo: "Te voy a presentar al mejor poeta joven que hay hoy en España". Y me llevó a casa de Abelardo, que aún no había publicado nada, y allí, en una terraza desde la que la Giralda parecía estar al alcance de la mano, escuché, comentados por su autor, los poemas de Mitos,que me gustaron mucho, pero no tanto como las precisas e inteligentes observaciones de su autor. Descubrí entonces que a Abelardo Linares le gustaba tanto hablar de literatura como a mí y comenzó una apasionada conversación que aún no ha terminado. Pueden pasar años entre uno de nuestros encuentros y el otro, pero de inmediato reanudamos la charla en el punto en que la habíamos dejado y podemos pasarnos tres o cuatro horas seguidas hablando de la vida y los libros, de los libros y la vida. Y esta última tarde financia nuestra discusión perpetua la Universidad de Sevilla y se realiza ante el público, como a mí me gusta. El coloquio empieza a las ocho, continúa durante la cena, termina a la una. En ese tiempo divertimos al público, aburrimos a los amigos, acabamos solos a la puerta del hotel y aún no nos habíamos cansado de encontrar argumentos nuevos para rebatirnos el uno al otro.
            Hemos quedado para comer hoy viernes y seguir debatiendo. Yo espero ser capaz de no sacar a colación el tema de Cataluña, aunque no sé si podré resistir la tentación. Bastantes motivos de discrepancia tenemos ya sin abandonar la literatura.
Soy un hombre afortunado. Me pagan por hacer lo que pagaría por hacer: leer, escribir, dar clases y ahora, quién lo iba a pensar, por charlar con mi interlocutor favorito en la Sevilla que se dora voluptuosa al sol de Otoño.
            Soy un hombre afortunado. De sobra sé que mi fortuna y yo mismo tenemos fecha de caducidad, pero mientras tanto... Claro que estas cosas no se las digo a nadie. He aprendido a quejarme como todo el mundo para no despertar envidia. "Malos tiempos estos", digo incorporándome al coro general. Pero yo los he conocido peores, bastante peores. Y también mi país.


Sábado, 4 de octubre
DIVINAS PATRAÑAS

Al final de mi charla en Sevilla, se me acerca uno de los oyentes y me pide que le firme un libro. Intercambiamos unas cuantas palabras. Es un anciano amable y culto. Al día siguiente, me hace llegar su última obra, La vida después de la muerte, y descubro que se trata de Ignacio Darnaude Rojas-Marcos, uno de los mayores expertos españoles en ovnis y extraterrestres, más de una vez invitado en Cuarto milenio y en otros programas por el estilo.
            Busco un lugar tranquilo para leerla de inmediato y lo encuentro en la vieja fábrica de cigarros, la de Carmen y Merimée, un edificio que siempre me ha fascinado con su geométrica sucesión de galerías y patios.
            El primer capítulo se titula “La vida cotidiana en el más allá”. Con total seriedad, como quien tiene pruebas ciertas de ello, mi amable interlocutor del otro día nos refiere “algunas de las nuevas ocupaciones” a las que podremos dedicarnos después de muertos: “llevar a buen término vocaciones nunca consumadas, estudiar alguna suerte de carrera universitaria, especializarse en una determinada disciplina, emprender una larga investigación, cultivar aficiones, aprender idiomas, dominar instrumentos musicales, gozar relaciones de parejas, ayuda humanitaria, conocer mundo”. Parece que la otra vida es la vida del perfecto jubilado. Incluso habría también el equivalente a los viajes del Inserso, claro que esos viajes no serían a Canarias o Benidorm, sino “exploración de planetas habitados, excursiones a Marte, Venus, la Vía Láctea con sus cuatrocientos mil millones de soles”.
            Un chiflado, me digo. Pero luego lo pienso mejor. Tengo amigos, buenos amigos, catedrátricos, ingenieros, empresarios de éxito, de los que nadie dirían que están chiflados, que se reúnen cada semana en recintos especiales para celebrar extraños ritos en los que el oficiente se bebe presuntamente la sangre del hijo de un carpintero muerto hace dos mil años mientras que buena parte de los asistentes comen, o creen comer, su carne, no sé si fresca o desangrada y amojamada. Ellos también conocen bien la vida que hay después de la muerte, lo mal que lo van a pasar unos y las supremas delicias de otros. ¿Diría yo por eso que están chiflados? Los chiflados no dan clases de matemáticas, presentan ponencias en congresos universitarios, contruyen puentes, ganan con sus inversiones más dinero en un mes de lo que yo ganaría en una década.
            Me sorprenden las fantasías ufológicas de Ignacio Darnaude, no las de mis amigos católicos. Nos sorprende solo aquello a lo que no estamos acostumbrados. Inventar cuentos, y luego creernos nuestros propios cuentos, es lo que nos hace humanos.
            En el frescor de la cafetería, absorto en el libro de Ignacio Darnaude, casi me olvido de Sevilla y de sus iglesias barrocas y de las maravillas que me esperan fuera. Uno de los capítulos se titula “Extravaganza histórica o exótico anecdotario de cielos y tierra” y es una antología de rarezas que podría haber firmado Borges; en otro, glosa el decálogo de Noam Chomsky para evitar la manipulación mediática.
            ¿Qué hay después de la muerte? Lo que tú creas que haya, eso es lo que hay para ti. Porque de la vida después de la muerte, como de cualquier otra cosa, solo se puede disfrutar en esta vida. Dios, que es eterno, muere con cada uno de los creyentes y morirá para siempre con el último. Los extraterrestres, al igual que Dios, existen, y existen verdaderamente, mientras haya alguien que de verdad crea en ellos.




domingo, 28 de septiembre de 2014

Nadie lo diría: Cosas de las que no habla un caballero


Domingo, 21 de septiembre
ELOGIO DEL PERIÓDICO

“¿Cuándo comienza de nuevo su diario?”, me pregunta cada día algún desconocido que se acerca a mi mesa en la cafetería o me para en la calle. “Ya ha comenzado, se publica cada semana en mi blog”, contesto. “Digo que cuándo comienza de verdad, en el periódico; a mí no me va el Facebook ni cosas de esas”.
            Leer el periódico es una costumbre, una buena costumbre que todavía tiene mucha gente. Y el aroma del café, el tacto del papel, el rumor de la cafetería, el demorado cigarrillo, el frescor de la mañana en el parque forman parte de ese placer.
            En estos prodigiosos tiempos en que vivimos se han multiplicado las maneras en que la información y la literatura lleguen a los lectores. Pero esas maneras no son intercambiables, cada uno tiene sus favoritas o su amante exclusiva.
            Algunos no podemos prescindir del periódico nuestro de cada día, que no solo nos trae, bien ordenadas, las noticias, sino muchas cosas más para satisfacer el capricho de cada lector. Pocas veces nos dan tanto por tan poco como cuando compramos el periódico en el quiosco.


Lunes, 22 de septiembre
BREVE HISTORIA

¿Qué distingue al lenguaje humano del lenguaje animal? La capacidad de chismorrear, la de hablar de cosas que no existen. Leo De animales a dioses, la “breve historia de la humanidad” que ha escrito Yuval Noah Harari y voy de asombro en asombro, como quien escucha un cuento fascinante. ¿Cuál fue el mayor descubrimiento del hombre, el que permitió el avance prodigioso de los últimos siglos? El descubrimiento de la ignorancia.
            Como las buenas paradojas, las de Yuval Noah Harari despiertan en primer lugar nuestra incredulidad. ¿El chismorreo nos hace humanos? ¿Disfrutar con Sálvame y otros programas por el estilo no es entonces un vicio inconfesable? Una abeja puede transmitir a otra sofisticada información: en qué dirección y a qué distancia se encuentran unas determinadas flores. Lo que no puede es comentar la vida privada de otra abeja ni criticar a un zangano. El chismorreo contribuyó a la configuración de los primeros grupos humanos más allá de la relación del macho con la hembra y de la hembra, o de ambos, con la prole. Y la posibilidad de hablar de cosas que no existen –espíritus, dioses, patrias–, la capacidad de inventar cuentos y de creerse los cuentos que inventaba puso en marcha la historia, nos permitió llegar a lo que somos hoy.
            Hasta el Renacimiento había ignorantes, pero no había ignorancia en sentido estricto: todas las preguntas tenían respuesta en algún libro sagrado (o en las obras de Aristóteles). Dios había revelado a la humanidad cuando la humanidad necesitaba saber. La ciencia moderna comenzó en el momento en que el hombre se dio cuenta de que no lo sabía todo, de que nunca llegaría a saberlo todo.


Martes, 23 de septiembre
LOS AMAÑOS DE LA CASTA

Como soy un pesado, de vez en cuando vuelvo sobre el mismo asunto, para mí incomprensible: “La Universidad no tiene dinero para pagar los gastos corrientes, como la luz o la calefacción, pero se gasta cientos de miles de euros al mes para que un numeroso grupo de profesores se quede en su casa en lugar de dar clases”.
            “Eso es legal, se ha hecho en multitud de empresas”, me responde un admirado poeta y dirigente de Izquierda Unida.
            “Supongo que tan legal como los sueldos millonarios de los ejecutivos de los bancos en crisis. Legalidades así justifican a Podemos”.
            “¿También tú estás ahora en Podemos?”, se escandaliza el poeta.
            “Me lo estoy pensando. Ciertas cosas que parecían normales deben dejar de parecernos normales”.


Miércoles, 24 de septiembre
UN PREMIO DE POESÍA

Tengo una cierta fama de indiscreto, no sé si del todo inmerecida. Pero yo jamás suelo contar ninguna de las cosas que me cuentan, y no por qué haya prometido guardar el secreto (mi relación con las promesas se parece a la de los políticos), sino porque carecen de interés. Han pasado unas horas y ya me he olvidado de todas las íntimas trivialidades sobre este o aquel más o menos ilustre poeta que amenizaron mesa y sobremesa durante la concesión hoy del premio Alarcos.
            Entre mis cinco favoritos (aunque no era mi favorito), estaba el libro que se llevó finalmente el premio, Saber de grillos. En mis notas había escrito: “Mejoraría con una selección; brevedad e intensidad a ratos; en algunos casos, nadería”. Cuando las votaciones dejaron fuera a mi candidato, ya me daba igual que ganara ese libro o Destilaciones, el otro finalista, del que había apuntado: “Necesita una buena selección; mejora a medida que avanza; excelente poema el último”. En el debate entre un libro y otro, leí en voz alta un poema de Saber de grillos, “Vocación de amor”: “La flor que sin un nombre / estalla en la cuneta / y nos pone perdidos de luz rara; / el sueño laborioso de la hormiga / que nos encuentra niños, boquiabiertos. / Todo este desafuero en el que bullen / como carbón los ojos, / no hace falta decirlo, aunque nos haga / tanta falta que suene”. Luego comenté: “Parece de un buen discípulo de Vicente Gallego”. Al abrirse la plica resulta que era de Vicente Gallego. No supe ni alegrarme o no. Parecía un amaño más de la factoría Visor, pero en este caso perfectamente legal, no como la otra vez que quisieron darle el premio y yo lo impedí. Ese año, antes de la reunión del jurado, me llamó Ángel González: “Me ha dicho Luis que entre los preseleccionados no está un libro de Vicente y que él tiene constancia de que ese libro se ha presentado; cree que debemos pedir que se añada, y a mí me parece bien”.
             “Pues a mí no, va contra las bases”.
            “El jurado puede añadir cualquier libro, la preselección es solo una ayuda”.
            El libro apareció sobre la mesa; yo me negué a tomarlo en cuenta. La discusión fue larga.
            “Es lo que se hace siempre –repetía una y otra vez Luis García Montero–, casi ninguno de los premiados en el Loewe estaba preseleccionado”.
            “Claro –le repliqué yo, teniendo buena prueba de ello–, porque en varias de las ocasiones, comenzando por cuando ganó Juan Luis Panero, el libro fue presentado fuera de plazo y no pudo pasar por la preselección”.
            Al final, y gracias a la ayuda del funcionario que hacía de secretario, logré que el libro no se admitiera. Mis razones: “El jurado puede añadir cualquier libro, pero para ello ha de seleccionarlo de entre los presentados, no pedirlo directamente. Todos los concursantes deben ser tratados de la misma manera, no puede tener preferencia ningún amigo. O los leemos todos o nos fiamos de los preseleccionadores”.
            Esta vez se han cumplido rigurosamente todos los requisitos legales. Y yo estoy muy contento del resultado, aunque me parece que Vicente Gallego, uno de los poetas que yo más admiro, no debería rodar por concursos. “Prestigio no necesita –me responde García Montero–, se lo aporta él al premio. Pero la crisis no perdona a nadie, y menos que a nadie a los poetas que no tienen la suerte, como tú y como yo, de ser funcionarios”.


Jueves, 25 de septiembre
TENORIO VIRTUAL

Sonrío al recordar la afirmación de Manuel Machado: “¿Las mujeres? Sin ser un Tenorio –eso no–, tengo una que me quiere y otra a la que quiero yo”.
            Mi caso no sé si es más o menos afortunado. Tengo muchas que me quieren –o eso me dicen en el Messenger– y ninguna a la que quiera yo.
            O casi ninguna. Pero de estas cosas no habla un caballero.


Viernes, 26 de septiembre
EDIPO Y LOS SOLDADOS

Subo hacia la redacción de La Nueva España para dejarle a la directora, como regalo de despedida, mi último libro (a partir del domingo comienzo a colaborar en otro diario), y de pronto me encuentro una calle llena de soldados.
            Me distrae cualquier espectáculo callejero, así que me detengo a ver qué pasa. Se trata de un homenaje a Luis Noval Ferrao, soldado español muerto el año 1909 en Marruecos y nacido en esta ciudad, el cabo Noval que da nombre al Regimiento de Infantería acuartelado en Oviedo.
            De sobra sé lo que hay tras esa historia. Poco antes había ocurrido la Semana Trágica en Barcelona, los jóvenes españoles de las clases más humildes estaban hartos de servir de carne de cañón para las ambiciones de los militares africanistas, que en Marruecos ganaban medallas y hacían lucrativos negocios (en las minas del Rif tenía acciones el propio Alfonso XIII). Hacía falta crear un mito patriótico para que siguieran dejándose humillar, maltratar y matar en aquellas tierras del norte de África.
            Capturado por los rebeldes rifeños, el cabo Noval fue obligado a llevarles hasta la entrada del campamento español. Los centinelas abren las puertas al reconocerlo, pero entonces el cabo grita: “Disparad, soldados. Aquí están los moros”. Y él es el primero en morir en la refriega que se desencadena a continuación.
            ¿Merecía ese acto los homenajes que vinieron a continuación, la estatua que se encarga a Mariano Benlliure y que se coloca en la Plaza de Oriente? Quizá no, pero había que crear un mito, deslumbrar a los soldados con la gloria que les esperaba si morían en combate.
            Yo sabía de sobra todo eso y, sin embargo, no puedo dejar de sentirme emocionado al escuchar el himno de infantería, al contemplar el ritual ballet de las banderas y los fusiles. El cabo Noval –escucho decir– representa a todos los que dieron su vida por la patria. Pero a menudo la patria no es más que una patraña interesada –como ahora nos dicen de Cataluña– para defender intereses particulares de la casta militar, determinados empresarios, ciertos políticos. Pero los que murieron, aunque murieran engañados, murieron de verdad por algo en lo que creían . Por eso yo también les rindo mi homenaje. Y aplaudo al final a estos soldados, buenos profesionales, que nada tienen que ver con los jóvenes secuestrados en la mili de mi juventud.
            Por la mañana, aplaudo al ejército español; por la tarde, gracias a los privilegios de Internet, asisto en directo a la intervención de Jordi Pujol en el parlamento catalán. Como español que se precia de serlo, nada catalán me es ajeno y soy el primero en defender el derecho que tienen, en democracia, a decidir su destino. Pero en seguida dejo de lado mis simpatías políticas, mi indignación ante los corruptos, sean del partido que sean (y muy especialmente si son del mío) y me dejo seducir por la fuerza dramática del espectáculo. Pocas veces he asistido a una obra  teatral tan apasionante. A ratos me daba la impresión de estar asistiendo a una nueva versión de la tragedia de Edipo, el rey de Tebas que encarga al adivino Tiresias que averigüe cuál es la causa de los males de su pueblo y descubre que es él mismo. Abandona el trono, se arranca los ojos y se aleja de la ciudad a mendigar por los caminos. Jordi Pujol, que lo fue todo, como Edipo; que lo perdió todo, como Edipo, a causa de un antiguo conflicto con el padre; que él mismo, como Edipo, buscó su ruina haciendo una confesión que nadie le pedía, tiene a ratos la grandeza de un personaje trágico (ya lo fue cómico, en alguna farsa de Boadella). Y tiene, como Edipo, siete hijos. Los siete contra Tebas se titula la continuación de su historia.
            Pero yo hoy no quiero entrar en política ni en polémicas. No hay día que no nos traiga una sorpresa, un regalo inesperado. El de este viernes ha sido doble: el desfile militar y su emoción patriótica; la sesión del parlamento catalán y su emoción trágica, su aristotélica catarsis. Al final, en un caso y en otro, tenía los ojos húmedos. De la actualidad se puede decir cualquier cosa, salvo que es aburrida. No conozco nada más apasionante.






domingo, 21 de septiembre de 2014

Nadie lo diría: Quién fuera inglés


Domingo, 14 de septiembre
VERDAD VERDADERA

La verdad en el arte no siempre resulta verdadera. Hacen falta algunas especias para que la carne cruda de la verdad resulte digerible en la literatura o en el cine. Entro a ver Boyhood, de Richard Linklater, como quien se dispone a asistir a un experimento. Doce años en la vida de una familia rodados a lo largo de doce años. Una buena idea para un documental, quizá no tan buena para una película de ficción. El protagonista, Mason, es un niño de seis años al comienzo; un joven de dieciocho al final. Podían haber sido rodados por actores distintos, pero es el mismo Ellan Coltrane el que va creciendo ante nuestros ojos. El tiempo a veces se detiene, a veces se acelera, como en la vida misma.  Y uno sigue la historia, tan bien contada, tan creíble, con la emoción de estar asistiendo a algo más que una película.
            Richard Linklater filma el misterio, el trivial e indescifrable misterio de vivir. ¿Si alguien leyera este diario desde sus comienzos, hace más de un cuarto de siglo, tendría la misma impresión? No me imagino a nadie capaz de semejante hazaña.


Lunes, 15 de septiembre
POR QUÉ SOY TAN VANIDOSO

“Qué vanidoso eres”, me dice un amigo. Y no le desmiento, solo sonrío. Como otros ejercitan incansablemente la acreditada virtud social de la falsa modestia, a mí me gusta jugar a la falsa vanidad. Al contrario de lo que se piensa, la falsa modestia es una descortesía, una fatigosa solicitud del elogio ajeno. En cambio, basta dar a entender que uno es muy listo para que los demás piensen todo lo contrario. Y en mi caso tienen razón (por una vez voy a jugar yo también a la falsa modestia).
            A otra cosa no, pero a hipócrita no me gana nadie. Finjo tan bien la falsa vanidad que todo el mundo cree que es verdadera.


Martes, 16 de septiembre
MI ABUELO Y YO

Hay temas de los que procuro no hablar, o hablar lo menos posible, como el  conflicto catalán. Encasquillado cada uno en sus prejuicios, resulta muy difícil que nadie haga cambiar a nadie de su posición. Uno siempre pensará que la suya es la verdadera y que el otro está equivocado. Escucho, sin embargo, decir algo que “la unidad es un valor moral” a quien por su profesión –ocupa un alto cargo de libre designación papal en la iglesia católica– algo debería saber de moral y debo esforzarme mucho para no salir a la palestra y replicarle: “Pero vamos a ver, hombre de Dios, ¿cómo va a ser un valor moral la unidad si esa unidad es impuesta? Hasta usted, enemigo del divorcio, reconocerá que un matrimonio, si no es aceptado libremente por los contrayentes, resulta inválido?”
            Por muy arzobispo que sea, seguro que, en cuanto lo piense un poco, acaba reconociendo que la unidad solo es un bien cuando no es forzada. Pero enseguida añadirá, como mi amigo José Luis Piquero (milita en Izquierda Unida, pero en cuando le tocan a las esencias patrias razona como un arzobispo), que la unión de Cataluña y España no tiene nada que ver con un matrimonio.
            Y entonces yo cambio de tema. Qué fuerza tienen los mitos. Renuncio a hacer de Quijote contra los prejuicios de mi tribu, a fin de cuentas ni mejores ni peores que los de la tribu vecina. Pero si cada uno tiene sus razones, y abogados que las defiendan, la razón –si no toda, al menos en su mayor parte– en este caso la tiene el gobierno catalán y no del español, quien quiere que los ciudadanos opinen y no quien pretende callarles la boca..
            Es difícil librarse de los prejuicios, y yo me imagino que, como todo el mundo, estaré lleno de ellos. Pero del mito del patriotismo opresor (no del patriotismo bien entendido) me libré muy pronto. Lo he contado más de una vez. Sé que no tenía más de diez años porque entonces aún vivía en Aldeanueva del Camino. El maestro nos había leído un cuento de Pedro Antonio de Alarcón, una de sus Historietas nacionales, creo que “El carbonero alcalde”, en la que los guerrilleros españoles atacaban a los soldados franceses con toda clase de sádicas artimañas. Era una guerra justa, los franceses habían invadido nuestro país, los españoles defendían su patria, nos decía el maestro. Pero mi abuelo había estado en la guerra de Marruecos y le gustaba hablarme de sus andanzas  allí, de lo crueles que eran los moros, del desastre de Annual. Y un día, después de haber escuchado por la mañana al maestro y por la noche, una la noche de invierno, junto al fuego de la cocina, las batallitas de mi abuelo, le dije con mi ingenuidad infantil. “Pero, abuelo, si en la guerra de la Independencia los malos eran los franceses porque había invadido nuestro país, en la guerra de Marruecos los malos no eran los moros, sino nosotros, que habíamos invadido su país”.
            Muy pronto aprendí yo que “los buenos” no son siempre los nuestros, que los buenos, en cualquier conflicto, son los que defienden una causa justa. Claro que, si el conflicto es armado, y yo dijera estas cosas públicamente, me fusilarían por traidor. De momento no hemos llegado a esos extremos.

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Miércoles, 17 de septiembre
EN EL CAMPOAMOR

Soy de esas personas que habitualmente hacen dos cosas a la vez (ninguna bien, por lo general); lo que no sabía es que puedo pensar y sentir tres cosas al mismo tiempo. Desde que súbitamente estalla la tormenta en el escenario hasta los acordes en los trombones que anuncian el suicidio de Otelo, me dejo llevar por el carrusel de la música de Verdi, seducir por las perfectas voces. Pero a la vez no paro de reírme interiormente ante el ridículo y la incongruencia de la puesta en escena. El culpable del desaguisado no es alguien que pasaba por allí, sino todo un profesional, Bruno Berger-Gorski, que ha dirigido no sé cuántas óperas y ha sido premiado no sé cuántas veces. Sitúa la obra en unos imprecisos años cuarenta, convierte los niños, mujeres y marineros chipriotas que cantan en torno de Desdémona y le ofrecen flores y frutas como regalos en supervivientes de alguna batalla con la cabeza vendada y apoyados en una muleta; el dormitorio de Desdémona, donde reza su famosa Avemaría antes de ser asesinada, en callejón con pintadas en las paredes… Hay sesiones de fotos en el escenario (se ha inspirado en Diana de Gales para recrear a su Desdémona), pero a la vez cuelga el estandarte con el león de Venecia y se habla de trirremes y el coro entona cantos de gratitud mientras los soldados violan a las mujeres que salen a recibirles..
            Desde hace tiempo se ha extendido la idea de que la puesta en escena de una ópera puede estar completamente al margen del libreto y de la música, ir incluso en contra de ellos, que son solo un pretexto que no puede coartar ni la imaginación ni la libertad de quien se encarga de ese menester, otro artista.
            Disfruto con la música, me río de la puesta en escena (y de los presuntos expertos que confunden esos gratuitos caprichos con la modernidad) y la vez voy analizando el endeble, muy endeble, libreto de Arrigo Boito: Yago es un malo de tebeo, pero aún así, resulta el personaje más coherente de todos: Otelo se comporta como un crédulo idiota y Desdémona, más que ingenua, parece simplemente tonta. Si no fuera por la música, ¿cómo emocionarnos ante criaturas semejantes? Claro que en Shakespeare tampoco la historia es mucho más coherente. En su último libro, Donne, se ocupa Andrea Camilleri de la “infinit`d’incongruenze temporali, caractteriali, psicologiche” que se encuentran en la trama. La primera,  que entre el desembarco de la pareja en Chipre y el final de la tragedia apenas pasan treinta horas: mucha prisa tendrían que haberse dado Casio para seducir a Desdémona y cometer adulterio. Camilleri da una curiosa explicación del comportamiento de Desdémona: no es ingenua, sino suicida: sabe que con su amor por el moro ha traicionado a su clase y por eso busca la muerte.
            La música, por hermosa y conmovedora que sea, no es suficiente para tenerme a mí tres horas sentado en un teatro; necesito hacer otras cosas; como no puedo leer, me entretengo analizando las ocurrencias de Berger-Gorski y la endeblez del argumento.
            Sospecho que he envejecido, pero no he madurado: sigo siendo el niño que necesita estar siempre jugando con algo, destrozando algo, para no aburrirse.


Jueves, 18 de septiembre
ME MIRO AL ESPEJO

Mi entretenimiento favorito en los últimos tiempos consiste en la observación minuciosa de una fascinante y variopinta especie animal: los seres humanos. No me canso de estudiarles, de analizar su comportamiento. Son miles de millones los individuos que la integran y no hay uno igual a otro. Yo me siento en la mesa de la cafetería y les escucho hablar en la mesa de al lado o pasar al otro lado de la cristalera: son un espectáculo inagotable. Estos días, fiestas de San Mateo, las calles, las plazas  los locales del centro de Oviedo se llenan de gente. ¿Qué les atrae? La ciudad se vuelve hostil: atruena la música –lo de música es un decir– de los chiringuitos y escenarios callejeros; no encuentra uno sitio donde sentarse; los camareros, desbordados, atienden peor que nunca… Y, sin embargo, no solo los sufridos jóvenes, que se apuntan a cualquier cosa, sino familias con niños, matrimonios ancianos, gente que parece no salir ninguna otra noche del año, tratan de abrirse camino entre el barullo, beben cualquier cosa para aturdirse y soportar la fiesta.
            ¿Qué le mueve al rebaño humano a apretujarse en un pequeño espacio durante unos determinados días del año? No lo sé, trato de averiguarlo y en eso me entretengo. Mis amigos más inteligentes procuran dejar Oviedo, o al menos no aparecer por las calles del centro, durante estas fechas. Pero yo, no por masoquismo, sino por curiosidad, voy a todas partes, tomo nota, formulo hipótesis sobre el comportamiento de esa parte de los seres humanos que no sale de fiesta cuando les apetece sino cuando ancestrales costumbres lo ordenan, que pasan la noche fuera de casa solo cuando toca, aunque no se diviertan nada. La fiesta para muchos de ellos es un deber, no una fiesta; es una obligación, no un disfrute.
            Me fascina esa endémica especie animal, los seres humanos, ya dije. Y como yo pertenezco a ella (aunque haya quien lo dude), paso mucho tiempo mirándome al espejo, observándome de reojo: tengo la impresión de soy tan raro, tan fascinante, tan insoportable casi siempre, tan seductor a ratos como cualquiera. En la especie humana ser raro es lo normal; no sería uno normal, completamente normal, si no fuera de lo más rarillo.

Viernes, 19 de septiembre
ENHORABUENA, ESCOCIA

Lo que define a una democracia no es quién gane o pierda el partido, sino que se pueda jugar el partido.


Sábado, 20 de septiembre
EN DEFENSA DE LA LEGALIDAD

Ayer en la tertulia, que pudo celebrarse casi con normalidad a pesar de que Oviedo estaba casi en estado de sitio a causa de las fiestas, hablamos, cómo no, del resultado del referéndum escocés y de cómo el resultado, que parecía inclinarse hacia la independencia, cambió hacia el polo opuesto cuando el gobierno inglés dejo de meter miedo con los riesgos de la secesión y se dedicó a hablar con el corazón en la mano, a soltar alguna que otra lagrimita y a hacer atractivas ofertas de última hora.
            ¿Aprenderá Rajoy la lección? Qué va. Se le ve feliz de que los escoceses hayan dicho no, pero no cae en la cuenta de que, para que digan no, hace falta que previamente se les consulte y se les permita decir sí o no. ¿Pero cómo va a consentir él eso a los catalanes? Parece pensar como Cánovas, para quien era español quien no podía ser otra cosa. ¿Quién iba a querer seguir siendo español si se permitiera dejar de serlo? Esa pobre idea tiene de España el presidente del gobierno de España.
            Digo yo que un día como hoy me gustaría ser ciudadano británico y no español para poder estar orgulloso de mi país, cuando un contertulio, que conoce bien mis afinidades socialistas, me interrumpe:
            ––Pues Pedro Sánchez también es contrario a la ilegal consulta catalana.
            ––¡Pues si es así debería caérsele la bonita cara de vergüenza!
            Y me entretengo en explicarles lo que no he visto que haga ningún jurista “español”: que esa consulta, una vez aprobada la ley que permite convocarla no es ilegal, que sigue sin serlo aunque el gobierno (qué vergüenza esos ministros con la cartera en la mano, dispuestos a salir corriendo a anularla en cuanto suene la señal) la recurra y pida su suspensión cautelar. Esa suspensión no invalida la ley, solo impide que se aplique, hasta que el Constitucional se pronuncie, para evitar daños irreparables en el caso de que acepte los argumentos del recurso. Porque puede no aceptarlos. No es posible anticipar la decisión del tribunal. Por otra parte, na ley se puede recurrir y no pedir su suspensión cautelar (ocurrió, por ejemplo, con el Estatut); es lo que debería ocurrir con la ley de consultas: la votación del 9N en ningún caso produciría daños irreparables, no es vinculante.
            Continuo perorando en la tertulia: “La artimaña legal del gobierno para que no haya votación ese día es producto de una decisión política, no obligada por ninguna ley. A mi entender, es una torpe decisión política. Si esa votación se hubiera aceptado desde el principio, el resultado habría sido probablemente como el de Escocia y se habría acabado el problema. Enconado el asunto, me atrevo a profetizar que los partidarios del no a la independencia apenas superarán el treinta por ciento. De ahí que se haga todo lo posible, con ley, sin ley o contra ella, para impedir la consulta”.
            –-¡Tú pareces encantado con que Cataluña se independice, a ti te ha fastidiado que los escoceses hayan dicho no!
            ––Es posible. Pero como demócrata acepto de buen grado que los ciudadanos puedan decidir lo contrario. No me confundas con Mariano Rajoy ni menos con Pedro Sánchez. Sigo siendo socialista, pero de los de Rodríguez Zapatero, a quien se debe la afirmación más democrática y sensata sobre este asunto: “Cataluña será lo que quieran los catalanes”.


domingo, 14 de septiembre de 2014

Nadie lo diría: Un español que razona


Domingo, 7 de septiembre
UNA MONEDA DE ORO

Durante muchos años soñé con un tesoro. Lo podía ver siempre que pasaba bajo lo soportales de la Ferrería, al otro lado de los escaparates de la librería Cástor. El librero que le daba nombre, músico y pintor, había sido mi ocasional profesor de música en el Instituto, un profesor bonachón al que los alumnos hacíamos poco caso. El tesoro era la colección Austral completa, ocupando toda una pared. Por aquel entonces yo ahorraba, peseta a peseta, para poder comprar uno de aquellos volúmenes. Recuerdo bien que, entre los primeros que compré, estaban las Poesías completas de Antonio Machado. El catálogo que venía al final de cada libro era una de mis lecturas favoritas. Iba tachando las obras de Baroja, de Azorín o de Unamuno que ya había leído. Pero cuántos autores desconocidos, cuántos títulos fascinantes.
            Aunque luego llegaron otras colecciones de bolsillo, esto es, al alcance de mi bolsillo, como Alianza Editorial, donde descubrí La Regenta, y aunque la vieja colección Austral fue luego dando tumbos, cambiando de formato, publicando a José García Nieto y a Justo Jorge Padrón, para mí nunca perdió del todo su magia.
            Y esta mañana de domingo, en uno de los puestos del Fontán, me encuentro con una de las piezas de aquel tesoro. Hacía tiempo que tenía ganas de leer la autobiografía de Giambattista Vico. Lo había tenido en mis manos, recordaba todavía el comienzo, la sorpresa de la tercera persona (“Giambattista Vico nació en Nápoles el año 1670, de padres honorables que dejaron buena memoria de sí”) y la caída, a sus siete años, desde lo alto de una escalera. El cirujano que lo atendió “no vaciló en presagiar que o moriría del golpe o quedaría idiota para el resto de su vida”. Gracias a Dios, añadía Vico, no se confirmó ninguno de los dos extremos.
            En la página de cortesía hay pegada una ficha, con el nombre de la librería Cástor, la fecha y el precio, aquellas treinta pesetas que a mí me costaba tanto reunir. Este ejemplar, este mismo ejemplar, lo tuve yo en mis manos hace ya casi medio siglo, no conseguí el dinero para comprarlo o me decidí finalmente por otro título (quizá Trasuntos de España, de Azorín, que todavía conservo, amarillentas las páginas, leído y releído, con una ficha de la misma librería) y ahora, tantos años después, llega a mis manos para que yo pueda, por fin, satisfacer mi curiosidad.
            La librería cerró hace años, el tesoro de la colección Austral voló no se sabe dónde, pero este ejemplar no parece que lo haya leído nadie, se escondió en alguna parte para que aquel curioso adolescente que no fue capaz de reunir el dinero suficiente para comprarlo, que no pudo pasar de la primera página, pudiera seguir leyéndolo. Es lo que yo hago, nada más llegar al café, con los ojos brillantes, sonriente y feliz, como quien acaba de encontrarse, entre los trastos viejos del mercadillo, una moneda de oro.
            El oro de mi infancia, que no se acaba nunca.


Lunes, 8 de septiembre
EL CRIMINAL Y LOS BIZCOCHOS

Nadie está hecho de una pieza. Habla Bertrand Russell, en sus Retratos de memoria, de un personaje, Sidney Webb, con el que simpatizaba poco, dadas sus simpatías primero por Mussolini y Hitler y luego por régimen soviético. Comentó con Bernard Shaw que le parecía por completo falto de sentimientos bondadosos: “Está usted completamente equivocado –le replicó Shaw–. En una ocasión íbamos Webb y yo en un tranvía, en Holanda, comiéndonos una bolsa de bizcochos. Subieron unos policías con un criminal maniatado. Los demás viajeros se apartaron llenos de horror, pero Webb se acercó al preso y le ofreció bizcochos”.
            Esa anécdota, no sé por qué, quizá por la mirada horrorizada de los viajeros, me trae a la memoria otra, que creía olvidada para siempre. Bajaba yo de un interrogatorio a la celda de aislamiento en la Dirección General de Seguridad, allá por septiembre de 1974, las manos esposadas en la espalda, custodiado por dos policías, y a veces en las escaleras nos cruzábamos con funcionarios, hombres o mujeres, que iban con sus papeles de un lado a otro. Recuerdo bien el horror con que me miraban. Nadie me ofreció bizcochos.


Martes, 9 de septiembre
YA CASI SOY COMO TODO EL MUNDO

Cada día que pasa soy más como todo el mundo. Compro la nueva edición de los diarios de Samuel Pepys y lo primero que me llama la atención, al hojearla en la cafetería, es el sadismo de tan educado y culto caballero del siglo XVII:“Esta mañana advertí que la sirvienta no había colocado varias cosas en su sitio y por eso, cogiendo una escoba, la zurré de lo lindo, al punto de hacerla llorar. Esto me molestó un poco, pero cuando salí ya se había calmado”. Unas pocas páginas después: “Esta mañana envié a mi criadito a la bodega en busca de cerveza. Munido de una caña, lo seguí hasta allí y le pegué en castigo de su incuria y otras faltas. Su hermana bajó a suplicarme le perdonase. Me detuve y un poco más tarde le expliqué que yo había tomado afecto a su hermano por ella y que era preciso corregirlo en su propio interés; si no, terminaría mal”. Y por si eso fuera poco otro día cuenta lo siguiente: “Mi mujer y los sirvientes se quejaron del criadito. Le hice venir y le di tantos latigazos que no pude ni moverme y, sin embargo, no hubo medio de obligarle a confesar las mentiras de que le acusaban. Por fin, no queriendo que se saliera con la suya, volví a reñirlo, levanté su blusa y reinicé la zurra hasta que confesó que había bebido suero, arrancado una amapola y, sobre todo, colocado el candelero en el suelo de su habitación, lo cual negaba desde hacía varios meses. Verdaderamente, estoy estupefacto de que un muchacho tan joven se capaz de soportar tales sufrimientos con el afán de sostener una mentira. Creo que tendré que despedirlo. En seguida a la cama, con el brazo muy cansado”.
            ¡Terrible delito arrancar una amapola! ¿Arrancar una amapola? Me entran dudas de si será eso lo que dice el original. ¿Lo tendrán en la biblioteca de la Facultad?, me pregunto como un hombre del siglo pasado que soy. Miro entonces el iPad que casi siempre llevo conmigo y sonrío. Tras tocar dos o tres veces la pantalla, ocurre el milagro: los diez tomos del diario que Samuel Pepys escribió entre 1660 y 1669 aparecen perfectamente transcritos y ordenados, listos para la consulta. “Arrancado una amapola” traduce “pulled a pink”. Aunque lo que el niño arrancara fuera un clavel, y no una amapola, la barbarie no es menor.
            Ya que tengo el original a mano me dedico a comparar otras páginas y, para mi sorpresa, compruebo que Norah Lacoste no traduce íntegra ninguna entrada: resume, parafrasea, corta por donde le parece. Y los continuos galicismos hacen pensar que utiliza una versión francesa, de la que procede también el prólogo de Paul Morand, y que no es muy ducha en el uso del castellano. Gracias a la tableta descubro que, aunque en el libro que acabo de comprar no se dice nada, su traducción se publicó originalmente en 1944, en Buenos Aires. Esa edición se reprodujo en 2003 y 2004, y ahora se reimprime con el añadido de 150 páginas traducidas por Victoria León. Ni entonces ni ahora se tomaron la molestia de compararla con el original.
            Pensaba dedicar a este libro mi reseña de la próxima semana. Resulta muy fácil hacer lo que José María Guelbenzu o José Luis de Juan –para leerlos me basta un toque en la pantalla– hicieron, en El País y en Revista de libros, a propósito de las anteriores ediciones: glosar la figura de Samuel Pepys, el diarista por excelencia, no mencionar sino muy de paso la edición concreta que se comenta (Guelbenzu le reprocha los galicismos). Pero yo no puedo limitarme a esos ejercicios de estilo, tan cómodamente habituales, yo no puedo engañar a los lectores. Pero tampoco puedo decir lo que pienso de esta edición, tan poco profesional, tan engañosa. Resulta que el editor, además de amigo mío, es también mi editor. Mejor hablar de otro libro.
            Cada día soy más como todo el mundo. Ya he aprendido a callar cuando me conviene. Todavía no he aprendido a engañar a los lectores, pero todo se andará. Me alegra comprobar que voy dejando de ser un bicho raro.


Miércoles, 10 de septiembre
ESCRIBO DEMASIADO

Estoy acostumbrado a que mis amigos me reprochen que escriba demasiado; yo les respondo que tampoco escribo tanto y que ellos son libres de no leerme (esa libertad la aprovechan ampliamente). Pero hoy el reproche me lo hace Bertrand Russell (sigo picoteando en sus Retratos de memoria), así que tendré que tomármelo más en serio: “Hay personas que tienden a trabajar demasiado intensamente, con la consecuencia de que estropean su trabajo. Algunos conocidos míos de la City fueron a la quiebra porque trabajaban ocho horas al día; hubieran sido ricos, si se hubiesen limitado a trabajar solo cuatro. Creo que muchos intelectuales podrían aprovechar esa enseñanza”.


Jueves, 11 de septiembre
PARA UN LECTOR FUTURO

No sé, querido compatriota de dentro de cien años, si en el 2114, Cataluña formará parte como ahora del Estado español o constituirá un Estado independiente. En cualquier caso, ocurra una cosa u otra, espero que sea porque así lo han decidido los catalanes. Lo que te quiero comentar y lo hago contigo, español de dentro de cien años, porque no puedo hacerlo con ninguno de mis compatriotas de ahora, que parecen empeñados en no hablar la lengua de la racionalidad. Figúrate que, desde hace tiempo, el presidente del gobierno, viene repitiendo que una ley que aún no ha sido aprobada por el parlamento catalán, que aún no ha sido recurrida por nadie, que aún no se ha pronunciado sobre ella el tribunal constitucional, es ilegal. ¿Y él como lo sabe? Acusa al gobierno catalán de estar fuera de la legalidad, cuando hasta ahora no ha dado ni un solo paso fuera de ella, y él se coloca desde el primer momento al margen al usurpar el papel de los tribunales y, muy especialmente, el del tribunal constitucional. Y esto no le llama la atención a nadie. Claro que eso no es lo único raro. Me imagino tu extrañeza si te cuento que, en esta España de 2014, se cree que al rey le está permitido cometer cualquier delito sin que nadie le pueda pedir cuentas por ello. Y semejante barbaridad le parece normal a todo el mundo. O sea que, si Pujol no fuera expresidente de Cataluña sino exjefe del Estado español, seguiría siendo honorable y nadie se podría meter con sus cuentas en Andorra o donde fuera. “¡Qué barbaridad!”, me responderás. “Si eso es lo que dice la constitución, deberíais cambiarla de inmediato”. Pues lo curioso es que no dice tal disparate, que esa es una interpretación interesada. Lo que afirma la constitución es que el rey (el único rey que ella reconoce, no el honorífico Juan Carlos) carece de responsabilidad cuando actúa como Jefe del Estado (porque entonces de sus actos es responsable el gobierno que los refrenda), pero de los posibles chanchullos de su vida privada no dice nada, de lo que se deduce que responde ante la justicia como un ciudadano o un Pujol cualquiera. Estas cosas tan obvias, amigo de dentro de cien años, los españolitos de ahora, al menos los que copan los periódicos y tienen algún poder, no las entienden o no quieren entenderlas. Me gustaría firmar, como alguna vez hizo Gil-Albert: “Un español que razona”. Y poder pensar que no soy el único.


Sábado, 13 de septiembre
LABIOS NUNCA BESADOS

Al acercarme al muelle de Raíces, en la ría de Avilés, en seguida diviso su esbelta arboladura oteando el horizonte sobre los achaparrados barcos de pesca. Antes de ser ruso, fue alemán; antes de pasear por el mundo la bandera roja con la hoz y el martillo, lució la esvástica en varias películas propagandísticas. Pero esta hermosa criatura, que ha resistido bien los temporales de la historia, no es obra de los nazis, sino de la democrática república de Weimar. Fue construido en los astilleros de Bremerhaven en 1926 y bautizado con el nombre de Padua, que aún aparece inscrito en la campana de proa. Cuando los rusos lo recibieron como compensación de guerra, le cambiaron el nombre para homenajear al primer marino ruso que dio la vuelta al mundo. El Kruzenstern la ha dado dos veces. Una en 1995, la otra diez años después, las dos al mando del capitán Oleg Sedov. Yo me acerco a la proa, cierro los ojos, y le veo saliendo de Kaliningrado la mañana del 16 de junio, como anticipado regalo de cumpleaños, y entrando luego, con todo el inmenso velamen desplegado, en los puertos de San Petersburgo, Waterdorf, Newcastle, Fredikstad, Bremerhaven, Amsterdan, Santander, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, San Salvador de Bahía, Río de Janeiro, Montevideo, Ushuaia, Valparaíso… y en tantos otros, tantos (Lima, Islas Galápagos, Vladivostok, Hong Kong, Port Hedland, Fort Dauphin, Cape Town), hasta volver, pasados exactamente 408 días, a su punto de partida.
            “Labios nunca besados más deseables y frescos aparecen” escribió Cernuda; en los mares nunca surcados jamás se apaga el brillo de los sueños.
            ¡Cuánta nostalgia de vidas no vividas, quizá las únicas que vale la pena vivir!





domingo, 7 de septiembre de 2014

Nadie lo diría: Volver


Lunes, 1 de septiembre
UN HELADO EN LA PLAZA

Nunca encuentro placer en la primera vez. Alerta, en tensión, atento a no equivocarme, no me queda tiempo para el disfrute. Detesto, por eso, probar cosas nuevas. Ante la novedad me siento inerme, desnudo, vulnerable. Seguro que ya hay un bonito nombre clínico para lo que a mí me pasa. Pero ahora no me apetece buscarlo.
            Salgo del hotel, sin detenerme en deshacer la maleta, y dejo que los pasos me lleven por un camino que conocen bien. El Palacio Labia y la iglesia del campo de San Geremia parecen perder peso y consistencia con la luz del crepúsculo, desvanecerse en la luz rosa. En el ponte delle Guglie me detengo un rato para admirar el espectáculo: el sol se pone al fondo del canal haciendo alarde de todo lo que ha aprendido con los mejores maestros, Tiepolo y Tintoretto. Sigo luego por calles llenas de gente y puestos multicolores hasta una placita en la que sé que nunca hay nadie, la de la Maddalena, con su masónica iglesia redonda y el pozo habitual en el centro. Con los ojos cerrados podría continuar e ir describiendo lo que me sale al paso: Santa Sofía, oculta entre las fachadas de las casas y enfrente, tras el Canal Grande, el mercado de Rialto; el campo dei Santi Apostoli, siempre con niños subidos al brocal del pozo; calles estrechas, llenas de gente, como pasillos del metro en horas punta, y luego el campo de San Bartolomeo, con la estatua de Goldoni… Cuando llego a la Piazza ya es de noche. Tocan las orquestas de los cafés ante las mesas vacías de las terrazas; solo algunos curiosos escuchan de pie. A la memoria me viene el hundimiento del Titanic. Yo me siento al fondo, en el suelo, apoyado contra una de las columnas de las Procuraterie Vecchie. Antes he comprado un helado, como siempre hago. Lo paladeo lentamente observado por la atenta luna. Hace veinte años vine a esta ciudad por primera vez; al llegar, aturdido por el cambio y el retraso de los aviones, dejándome llevar por las calles llenas de gente, hice el mismo recorrido que he hecho hoy, que he hecho todas las otras veces que he vuelto. Cuando regreso al hotel, ya avanzada la noche, la ciudad es otra, más secreta.
            En la Plaza de San Marcos, a solas con mis pensamientos, trato de encontrar razones para este amor mío por la rutina. Y las encuentro de inmediato porque buscarlas es otra rutina más.
            Me gusta la rutina por lo que tiene de hazaña, de conquista personal. La vida es cambio, desconcierto, arenas movedizas. Ningún día es igual a otro. En ningún lugar nos dejan detenernos. El tiempo, como el guardián de un campo de prisioneros, nos lleva a empujones hacia el precipicio.
            Yo levanto el refugio de mis rutinas como Robinson una cabaña en la isla desierta para protegerse de las alimañas y las inclemencias del tiempo.
            Entre esas rutinas está la de volver, al menos una vez al año, a Venecia, a Nueva York y a Aldeanueva del Camino, donde nací, donde más extraño me siento.  


 Martes, 2 de septiembre
IL GIOVANE FAVOLOSO

Ayer se estrenó en la Mostra, con gran éxito, la película de Mario Martone Il giovane favoloso, que cuenta la vida de Leopardi. Hoy se proyecta en el cinema Rossini y, después de leer lo que cuenta de ella Curzio Maltese en La Repubblica, estaba deseando verla. No me ha defraudado. Bernardo Bertolucci, al salir de una proyección privada, dijo: “Ecco, così si filma la poesía”. Y tenía toda la razón. La película se centra en dos momentos de la vida de Leopardi: la infancia y la adolescencia en Recanati, la etapa final en Nápoles. Y seduce desde la primera imagen. La relación con el padre, la relación (o la ausencia de relación) con las mujeres, la dependencia casi homoerótica de Antonio Ranieri están pintadas con mano maestra. Como el infierno de un Nápoles devastado por el cólera o la visita al prostíbulo. Y a ello se añaden los poemas, tan perfectamente encajados en la trama, tan bien dichos por Elio Germano. Suenan en el silencio de la sala, en un maravilloso silencio conmovido, los versos de “L’Infinito” (“Sempre caro mi fu quest’ermo colle / e questa siepe, che da tanta parte / dell’ultimo orizzonte il guardo esclude”) y uno los escucha como si fuera la primera vez, como recién salidos de la pluma de Leopardi, un hombre demasiado grande para una sociedad demasiado pequeña.
            Mario Martone no solo ha acertado a filmar, como nadie lo había hecho antes, la poesía, sino también un autorretrato de la Italia mejor.
            Se encienden las luces y noto que tengo los ojos húmedos. Lágrimas de gratitud y de felicidad.


Miércoles, 3 de septiembre
EN EL CEMENTERIO JUDÍO

No había estado nunca en esta parte del Lido, el viejo barrio de S. Nicolò, con sus fortalezas que defienden la entrada de la laguna, su tranquilidad pueblerina y su Antico Cimitero Ebraico. Camino solo entre las desgastadas lápidas, pisando las hojas secas de un otoño anticipado, y pienso en lo fácil que es para los descendientes de las víctimas convertirse en verdugos y para los hijos, parientes, vecinos, o simplemente gente que pasaba por allí, de los verdugos, o de los terroristas, convertirse en víctimas. Pero yo no confundo a un gobierno criminal, el de Hamás, el de Netanyahu, con un pueblo, el palestino, el israelí. Recuerdo aquella vez que, en una sala alternativa de Nueva York, asistí a una representación de El mercader de Venecia en la que un Shylock vagamente caracterizado como Arafat recitó el famoso monólogo: “¿No tiene ojos el palestino? ¿No tiene manos, órganos, miembros, sentidos, emociones, pasiones? ¿No se alimenta de la misma comida, no le hieren las mismas armas, no se expone a las mismas enfermedades, no se cura con los mismos remedios, no se calienta con el mismo verano y se enfría con el mismo invierno que el judío? Si nos hacéis un corte, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Y si nos hacéis un agravio, ¿no habremos de vengarnos? Si somos iguales a vosotros en lo demás, también en eso hemos de parecernos. Si un palestino agravia a un judío, ¿ qué muestra este, mansedumbre o venganza? Si un judío agravia a un palestino, ¿cuál tendría que ser la respuesta? La misma venganza que de los judíos ha aprendido”.
            A mí me pareció algo mecánica aquella adaptación. Pero la sorpresa vino al final cuando el amigo que me acompañaba me presentó al actor que hacía de un Shylock transformado en palestino: era judío, como el autor de la versión, como la mayoría de los otros actores.
            “Pero tú, ¿de qué lado estás?”, me han preguntado más de una vez este verano del exterminio en Gaza mientras todo el mundo civilizado procura mirar para otra parte. “Yo estoy del lado de las víctimas, sean judías o palestinas, y en contra de los verdugos, sean palestinos o judíos”


Jueves, 4 de septiembre
UNA CITA

Había quedado con una amiga en el campo de S. Luca. Salí del hotel, junto a la iglesia dei Scalzi, veinte minutos antes, tiempo más que suficiente ya que suelo caminar con buen ritmo, pero no calculé que aquellas horas eran las de máxima afluencia, que apenas se podía dar un paso por las estrechas calles y que, en algunos puentes, incluso se producían atascos. No importaba mucho que llegara un poco más tarde, mi amiga Marina Gasparini no se iba a enfadar por ello, pero yo, entre mis infinitas manías, tengo también la de la puntualidad. Me angustia no llegar a una cita dos o tres minutos antes de la hora prevista. Me salvó un veneciano cabreado. Porque hay venecianos que viven en permanente estado de cabreo contra quienes sostienen la ciudad, esto es, contra los turistas; sin ellos, este lugar tan fascinante, pero tan incómodo para el día a día y tan costoso de mantener, hace años que se habría venido abajo, que sería otra deshabitada y ruinosa Torcello. Mi salvador veneciano llevaba una pesada cartera y sin duda llegaba tarde al trabajo. Con cara de pocos amigos, comenzó a abrirse paso a empujones. Yo me coloqué detrás y en pocos minutos llegué a campo abierto, esto es, a S. Bartolomeo, muy concurrido, pero sin apreturas, y luego a S. Luca. Respiré aliviado. Era exactamente la hora prevista.
            Pero para mí Venecia no es una ciudad de aglomeraciones, sino todo lo contrario. A menudo basta torcer una esquina para encontrarse solo. En ningún lugar he estado más solo; en ningún lugar, mejor acompañado: por el rumor del agua en los escalones de mármol, por las infinitas historias que resuenan en cualquier rincón abierto al agua como en una caracola.


Viernes, 5 de septiembre
ENIGMAS CON JARDÍN

Una de mis actividades favoritas: localizar exteriores. En las calles arboladas y tranquilas entre el barrio de S. Nicolò y el viale de Santa María Elisabetta, siempre tan animado, encuentro muchas villas ajardinadas. Entre tantas de arquitectura fantasiosa, escojo la más sencilla y, detenido ante la verja del jardín, me entretengo en inventar una historia de amor y muerte, como todas las historias, que podría transcurrir en ella. Yo soy el narrador, no el protagonista, y en las primeras escenas paseo por el Lido y me detengo ante la puerta de entrada a un jardín… Compruebo de pronto que está abierta; la empujo; avanzo por el descuidado jardín; me fijo en un cartel que indica que está en venta. Mejor, pienso, así puedo curiosear un poco. De pronto, una sensación extraña. Alzo los ojos: desde una de las ventanas, alguien me observa, me hace señas impacientes, me indica que suba.



Sábado, 6 de septiembre
TENTAZIONI

Mientras trato de recuperar otras rutinas (soy un hombre de infinitas rutinas, pero ninguna repetida), paso al cuaderno del diario las notas que fui apuntando en papeles sueltos.
            Viajar solos es la mejor manera de escuchar las voces de la ciudad, las conversaciones de los otros. Una hora tarda el renqueante vaporetto desde el Lido hasta la Ferrovía. Va lleno de gente, pero yo he entrado el primero y me he sentado en el mejor lugar. Junto a mí, una pareja de españoles, muy jóvenes ambos; él señala con entusiasmo infantil todo lo que le llama la atención, ella responde displicente y aburrida; en medio del Gran Canal, saca su teléfono, no para hacer fotos, como todo el mundo, sino para ver los mensajes y teclear alguna cosa: él, al pasar junto al puente de Rialto, le indica un cartel en el que se lee “Stop mafia Venezia è sacra” y ella ni se molesta en levantar la vista. Me dan ganas de decirle al chico: “Déjala en el hotel o apárcala en cualquier parte y vámonos juntos a descubrir la ciudad”.
            Me despiertan las campanas de la iglesia dei Descalzi, la ventana de mi habitación, una celda monacal, da al jardín, que antes fue claustro. En el antiguo refectorio, que aún conserva el púlpito desde el que se leía durante las comidas, una lápida recuerda que Pio X, patriarca de Venezia, un día de 1906 compartió con los carmelitas descalzos la “umile mensa”. En torno, el continuo barullo de la estación y de la calle Lista de Spagna; aquí, cercado por altos muros sin apenas ventanas, un silencio que no parece de este mundo, pero que está en el centro del mundo.
            Buen nombre para un café: Tentazioni. Enfrente, la librería de una cadena que, como dice su lema, es la más extendida, “la più vicina a te”. No puedo resistir esa tentación y, antes del café, entro a echar una ojeada. La gran novedad parece un libro de Andrea Camilleri. ¿Otro Montalvano? Lo hojeo con displicencia. Donne se titula y cada breve capítulo lleva el nombre de una mujer: “Angelica”, “Antigona”, “Beatrice”… El libro, nos dice el autor en la nota final, es un catálogo de las mujeres de la historia, o de la historia de la literatura, o de la propia historia, que por una razón u otra han permanecido en su memoria. Y yo en seguida me doy cuenta de que el esquema es el mismo que el de la serie que he ido publicando este verano, día tras día, un personal catálogo de lugares propicios a la felicidad. Tampoco yo, como él, podría “giurare que siano realmente accadutti” los sucesos de mi vida que en esas páginas, o en tantas otras páginas autobiográficas, cuento: “podría ocurrir que sean inventadas o soñadas y luego, con el paso del tiempo, las haya creído verdaderas”.
            Pero yo no necesito mucho tiempo para confundir la realidad con el sueño, para convertir el sueño en realidad. Sé muy bien dónde se encuentra el sendero que lleva de uno a otra. Y lo recorro con frecuencia en uno y otro sentido.





sábado, 30 de agosto de 2014

La noche de Pompeya


Tardé mucho tiempo en volver a Pompeya después de aquella primera vez a comienzos de los ochenta. Prometí no hablar de lo que ocurrió entonces, y hasta la fecha he cumplido mi promesa. Pero ahora, cuando todo parece un sueño, cuando comienza a confundirse lo vivido con lo leído, voy a tratar de reconstruir lo que ocurrió.
            Hice la visita solo, a última hora de la tarde, y desde el primer momento fui en dirección contraria a los grupos de turistas, no demasiado numerosos, contra lo que suele ser habitual.
            Me dejé envolver por la melancolía de aquellas calles empedradas, en las que aún parecían escucharse los pasos de sus antiguos habitantes; me adentré incluso en lugares a los que estaba prohibido el acceso; recité algunos versos de Horacio y de Virgilio en el escenario del teatro vacío; admiré el majestuoso Vesubio desde todos los puntos de vista; releí la carta de Plinio el Joven a Tácito, que llevaba conmigo, y cuando me quise dar cuenta estaban cerradas las puertas del recinto y no fui capaz de encontrar, quizá no busqué demasiado, a ningún guarda al que explicar la situación.
            La temperatura era agradable, lucía una gran luna, los fantasmas nunca me han dado miedo; pensé que pasar la noche solo entre aquellas prodigiosas ruinas me convertían en un privilegiado. Me acerqué hasta la casa del Fauno y me pareció que el Fauno danzante, en el centro del impluvium, danzaba de verdad. Busqué la habitación donde había estado el prodigioso mosaico de Alejandro que yo había admirado en el Museo Nazionale. Estaban muy oscuras las zonas del interior no iluminadas por la luna, pero yo no tenía miedo.
            Lo tuve al salir y adentrarme por una de las callejuelas. De pronto me pareció oír ruidos y entrever la luz de una linterna entre las ruinas. Me acerqué y los ví: eran dos hombres y estaban excavando; junto a un montón de tierra tenían lo que parecían los restos de un ánfora.
            Por un momento pensé acercarme, explicar mi situación. Pero solo por un momento. No era aquella hora para hacer trabajos. Uno de los dos hombres, el más joven, alzó la vista en mi dirección. Me asusté. Creí que me había visto. Pero parece que no. Siguió ayudando al otro sin decir nada.
            Pasé, no recuerdo muy bien cómo ni dónde,  el resto de la noche. Luego me uní al primer grupo de turistas que entró en el recinto y salí con ellos. El ferrocarril circumvesuviano me dejó en Nápoles. Dos días después, ya pasado el susto, volví al Museo Nazionale y allí, tras el gran Hércules de la colección Farnesio, noté que alguien me miraba fijamente. Era el vigilante que estaba a la puerta de la sala. Pensé que me había acercado demasiado a la escultura y me retiré unos pasos. Seguía mirándome, como si me conociera, y de pronto le reconocí yo a él también: era el joven que había visto en Pompeya.
            Al pasar junto a él, se puso un dedo en los labios y luego pasó la mano, como si fuera un cuchillo, por el cuello.  Me quedé inmóvil ante aquel gesto de amenaza, tan obvio, tan de mala película. Lo que no me esperaba fue lo que vino a continuación: una sonrisa cómplice y un gesto señalando el reloj. Faltaban pocos minutos para el cierre. No sabía si había entendido bien, pero por si acaso me quedé esperando frente al Museo. No había pasado ni un cuarto de hora cuando se me acer